Las Mejores Intenciones
“No hay soledad más triste ni aflictiva que la de un hombre sin amigos, sin los cuales el mundo es un desierto. El que es incapaz de amistad más tiene de bestia que de hombre”. Bacon
En un cajón tiene guardadas sus cartas y nunca lo abre sin miedo, con un temblor estúpido que le recorre el cuerpo desde el alma hasta la punta de los dedos. No se atreve a tirarlas, sabe que luego se arrepentiría en un autoengaño de que así, al menos, sigue conservando algo de él, aunque ya esas cartas no signifiquen nada y sin embargo, tampoco ha vuelto a leerlas, su sola existencia ya le produce demasiada tristeza. Así pues, vive en un continuo intento de olvidarlas a ellas y a su autor y mientras lo consigue no hay nada que pueda enturbiar su espíritu.
En cambio, cuando la vencen los recuerdos no puede evitar preguntarse, aún sabiendo que jamás encontrará una respuesta, ¿Cómo pudieron pasar de significar tanto el uno para el otro a no conocerse ya siquiera?, ¿ En algún momento tuvo él la intención de cumplir las promesas que le hizo? ¿Acaso, al menos, en el momento de pronunciarlas?, ¿Dónde habían quedado las buenas intenciones de ambos? y ¿Si no habría sido ella de alguna manera sin darse cuenta la culpable de que la gran amistad que surgió entre ellos se hubiese roto irremediablemente para siempre?
Tantas y tantas eran pues las preguntas que acudían a su mente que no era capaz de poner en orden sus pensamientos y sólo servían para atormentarla.
Y junto a estas, las palabras de tímido amor que ella le dirigió y que él ya había adivinado y el amable rechazo de éste como única respuesta, lo cuál tampoco a ella tomó por sorpresa. Hubiera deseado ahora que en esos momentos no le prometiese él su amistad, que era después de todo lo que más le importaba a ella, a cambio de aquello que no podía darle si sabía que no podría ser tal cosa finalmente pues, aunque entonces le procuro el mejor de los consuelos ya no le causaba más que dolor, dolor para el que no alcanzaba a encontrar remedio alguno.
Pero, y si en un principio sí que había estado dispuesto a cumplir su palabra para con ella qué fue lo que pasó entonces para que esto le fuese imposible y quién tuvo la culpa si es que se puede culpar a alguien. Ante esta duda, temía ella estar juzgándole demasiado apresurada e injustamente, sin conocimiento alguno de causa. Sin embargo, por muchas más vueltas que le diese al asunto no conseguía descubrir qué es lo que ella podía haber hecho aún sin haberse dado cuenta de ello y al necesitar a alguien contra el que dirigir su creciente irritación y no encontrar a nadie mejor no tuvo otro remedio por mucho que le pesase todavía que pensar en él. Y es que nuestro dolor se vuelve algo más soportable cuando tenemos a alguien a quien culpar, alguien a quien poder odiar a pesar de que en el fondo de nuestro corazón sólo podamos quererle.
Fuese lo que fuese lo que pasó, fuesen los que fuesen los motivos, los culpables o sus verdaderas intenciones ya difícilmente iba a conocerlos y el odio que por él sentía sólo en parte conseguía consolarla. Así pues, las cartas siguieron en el mismo cajón, no queriendo jugar a olvidar por más tiempo lo que tanto daño le había hecho y en su mente murieron al fin aún sin respuesta las innumerables preguntas y los tristes, tristes pensamientos a cerca de lo que pudiera haber sido y finalmente no fue.
Ya no llora por un ayer que fue quizás, quién sabe, únicamente cómo debió de ser; lo ha perdonado todo, al pasado, a él e incluso a sí misma y ahora cuando su recuerdo acude a su alma ya no hay más reproches ni dudas, pero sí el amor que una vez le prometió y juró nunca moriría.
*Fin*
Ni todas las supuestas mejores intenciones del mundo sirven en absoluto si no deseamos de corazón que las cosas que un día prometimos se lleguen a cumplir y las bonitas palabras que pronunciamos se hagan realidad alguna vez.
Adaris J. K.
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